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Mostrando entradas de enero, 2011

Soledad.

La soledad era tan aplastante que se asfixiaba. Se sentía aprisionada en ese lujoso ático, –situado en la zona céntrica de la ciudad–, que poco a poco se convirtió en su cárcel particular, cortándole las alas y oprimiendo su libertad. Aún no habían pasado ni treinta otoños desde que su madre la trajo al mundo, pero era el tiempo suficiente que había necesitado para estudiar, conseguir un buen trabajo e independizarse. Sin embargo, a su corta vida le faltaba algo: la última pieza del rompecabezas. Se sentó en la silla del comedor, enfrente de la mesa, contemplando la luna en su máximo esplendor por el vano de la puerta abierta que daba al balcón. Frunció el ceño. Por más que se estrujaba los sesos no era capaz de encontrar la pieza que le faltaba a su vida. Tenía todo lo necesario para ser feliz, pero aún así había algo que se lo impedía. Un agujero negro demasiado grande en lo más profundo de su ser. Se dirigió a la cocina, dispuesta a beber un trago de agua para que se le desa

Una cena a media noche.

El repiqueteo de sus tacones rompía la tranquilidad de la noche, haciendo que los pocos transeúntes que caminaban por la acera se girasen para contemplarla. Aceleró el paso, consciente de que un grupo de hombres la observaba desde el otro lado de la calle mientras comentaban lo atractiva que era. Uno de ellos cruzó el paso de cebra y empezó a seguirla, al tiempo que sus amigos le animaban a voz en grito. La joven se quitó los zapatos y echó a correr, dispuesta a darle esquinazo. – ¡Espera, preciosa, no te vayas! –gritó, persiguiéndola a toda prisa, entre risas y maldiciones. Se adentró en un callejón sin salida, consiente de que aquel hombre le acabaría alcanzando. Pegó su espalda en la fría pared de ladrillo, cerró los ojos mientras sus labios se curvaban en una delicada sonrisa y esperó. No tardó en escuchar unos pasos atolondrados, combinados con una voz áspera que la llamaba de manera soez. Respiró profundamente, aguardando a que estuviera más cerca. Por fin, el hombre dobló

Bruja.

Una flecha me atravesó el muslo, haciéndome caer de bruces contra el suelo del bosque. Intenté controlar un grito de dolor para no desvelar mi posición, pero ya era tarde; sabían donde me encontraba. Llegaron a los pocos segundos, montados sobre sus caballos e iluminando la oscuridad nocturna con antorchas. –Ya es nuestra –afirmó uno con una risa desdeñosa. Me lanzaron una red que me inmovilizó por completo y la ataron a la silla de uno de los caballos. Se pusieron nuevamente en marcha, arrastrándome con ellos por el frondoso bosque. El dolor de la pierna se incrementó con el ajetreo, lo que provocó que la sangre fluyera con soltura, dejando un reguero carmesí en la tierra seca. Cuando llegamos al pueblo me condujeron directamente a la plaza, donde me esperaba una plataforma con una gran viga de madera puesta en vertical y diversos trozos de leña a su alrededor. Un hombre me quitó la red de encima y me levantó del suelo con brusquedad. Estaba prácticamente inconsciente cuando de

Esperanza.

Decenas de personas discurrían por la calle, cargadas hasta los topes de bolsas del centro comercial. Entraban y salían de él como si de un hormiguero se tratase, sin reparar ni una sola vez en mi presencia. Encogí varias veces las piernas para evitar dolorosos pisotones, y sujeté fuertemente al perro por el collar, que se empeñaba en ladrar cuando pasaban demasiado cerca de mí, tan irrespetuosos como siempre. Agaché la cabeza y esperé a que algún alma caritativa se compadeciera de mí. * * * – Dame la mano. La niña obedeció a su madre antes de cruzar el paso de cebra. – Ya soy mayor –protestó. Cruzaron la calle cuando la luz verde del semáforo se encendió, seguidas por una gran masa de transeúntes que terminaban de hacer sus compras. Llegaron al otro lado de la calle sanas y salvas, tal y como su madre había planeado. – Abrígate más, que hace mucho frío. La mujer dejó las bolsas en el suelo para atender a su querida niña, que permanecía quieta mientras le a

Aire gélido.

La tenue luz de un cirio iluminaba levemente la estancia, dibujando sombras abstractas en las paredes de la habitación. A pesar de que eran más de las once de la noche, la joven Tarae no podía dormir. Recordó inconscientemente las leyendas que le contaban cuando era apenas una cría, aquellas que hablaban de criaturas horrendas que salían por la noche para devorar a los niños, matar a los hombres y raptar a las mujeres. Siempre pensó que eran tonterías, ya que nunca había ocurrido nada fuera de lo normal... hasta hace unos días. Tarae vivía tras las murallas de un enorme castillo, que se ocultaba en medio del bosque. Era huérfana de unos prestigiosos padres, que le habían dejado en herencia toda la fortuna que tenían, al igual que los terrenos que disponían por los alrededores del castillo. Bruss, el cocinero de la familia, era quien se había encargado de cuidarla, ya que los demás sirvientes se habían marchado de allí, sin intención de hacerse cargo de la niña. La muchacha nunca hab

Hora de actuar.

Se miró en el espejo: un delicado moño pasaba desapercibido en su nuca, sus ojos claros resaltaban envueltos en unos párpados maquillados excesivamente de negro, proporcionándole una mirada poderosa y penetrante. Se levantó de la silla para contemplar su tutú níveo, que oprimía su cuerpo para realzar su delicada figura. -¿Estás nerviosa? -le preguntó una de las bailarinas. Ella negó con la cabeza, aunque su corazón palpitaba con fuerza. Llevaba demasiados meses preparándose para una actuación de semejante calibre y no iba a permitir que sus emociones desbocadas la traicionasen y echaran todo su esfuerzo por la borda. Unos minutos antes de salir a escena, se colocó las puntas a juego con su tutú. El regidor daba las últimas instrucciones mientras las bailarinas corrían histéricas. El presentador anunció el nombre de la bailarina: era hora de actuar. Inspiró profundamente, aguantando el aire en sus pulmones. Salió al escenario caminando con elegancia, estirando el empeine al máximo.