La veía difusa. Su cuerpo se difuminaba con los tonos anaranjados del ocaso mientras el aire del mar revolvía su pelo lacio. Mascullé una maldición con la mandíbula apretada cuando lanzó mis lentes al océano con tanto ímpetu que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por el acantilado. –¿¡Se puede saber por qué has hecho eso!? –increpé, intentando llegar torpemente hasta ella sorteando las rocas. Las olas rompían contra nuestros pies envidiando a los truenos en una noche de tormenta. El agua salada salpicó mi camisa, pegándola contra mi cuerpo. Volví a maldecirla mientras procuraba no caer al vacío para poder alcanzarla. Ella rió. Alcancé a vislumbrar como daba media vuelta sobre sus talones con los brazos abiertos intentando abarcar un mundo demasiado grande para ella. Su delicado vestido ondeó al compás del viento, dejando entrever unas piernas difuminadas que me hubiera gustado contemplar. –¿¡Te has vuelto loca!? Llegué hasta ella hecho una fiera y la sujeté por ...