Hacía
frío.
Sus
ojos tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad antes de poder ver
dónde se encontraba. Sin embargo, hacía frío. Lo notaba en su
piel. Era mordiente y atravesaba su carne hasta llegar al hueso.
La
humedad se le pegaba en el pelo, aplastándolo contra su delicado
rostro.
Sus
labios expulsaban vaho con cada respiración rota.
Las
rótulas se resintieron. Todavía permanecía arrodillada, con las
manos sobre un suelo pedregoso. Se le antojó sucio. Notó su camisón
pegado a su cuerpo, empapado en una mezcla de sudor y rocío. No
obstante, los ruidos provenientes del espejo ya no se escuchaban.
Se
puso en pie lentamente y alcanzó una pared a su derecha, con la yema
de los dedos. Al fondo se veía un poco de claridad.
Estaba
en un túnel.
Tragó
saliva al comprenderlo, procurando no hacer el más mínimo ruido. No
era un túnel, exactamente. Nina se encontraba al otro lado de la
muralla del castillo, en una de las cloacas que desembocaban en el
lindero del bosque.
La
joven retrocedió. Quiso volver por donde había venido. Quiso
encontrar un hueco en la oscuridad que la llevase de nuevo hasta sus
aposentos, pero sus manos alcanzaron unas poderosas rejas de hierro
que le obstaculizaban el paso.
Nina
se acordó de Púrpura. El hada se había quedado en su dormitorio.
Podría buscar ayuda.
La
joven observaba el otro lado del túnel mientras sus pensamientos
discurrían en un afluente indomable de ideas buscando alguna
solución.
Su
corazón latía desbocado. Sabía perfectamente que para poder
regresar al castillo tenía que salir al exterior, rodear la muralla
por el lindero del bosque y llegar a las puertas principales donde
estaban los vigías.
Pero
estaba aterrorizada.
La
mera idea de caminar tan próxima de los árboles bloqueaba su
cuerpo. Hacía varios minutos que no se movía, de hecho. Simplemente
esperaba. Esperaba que ocurriera algo. Escuchar un ruido o unas ramas
zarandeándose. Ver algo en la oscuridad.
Unos
ojos amarillentos.
Sacudió
aquellos pensamientos insanos para desprenderse de ellos. Su
imaginación desbocada estaba haciéndole daño. Si seguía
paralizada acabaría pasando la noche en aquellas cloacas. ¿Era esa
la mejor opción? ¿No moverse de allí? Sin embargo, las rejas que
tenía pegadas a la espalda no la reconfortaban. Si algo
entraba en el túnel, no tendría forma de escapar de allí.
Su
respiración se volvió más lenta. Procuraba controlarla para no
hacer ruido. Además, la escasa iluminación natural apenas le
permitía ver nada. Únicamente cierta claridad al final del
trayecto.
¿Debía
salir al exterior?
Nina
meditó unos segundos más, esperando que algo sucediera. Su cuerpo
estaba en tensión, pero la tranquilidad de la noche seguía sin
alterarse.
Finalmente
se armó de valor y consiguió avanzar unos pasos, muy lentamente,
acariciando la pared con su mano derecha para no perderla de vista.
Sus pies descalzos absorbieron el frío. Apenas había reparado en
eso. Notaba el suelo pedregoso bajo la tersa piel. Era consciente de
que si lograba regresar a la seguridad del castillo, tendría un
aspecto espantoso.
Nina
escuchaba su propio corazón. Tenía tanto miedo que podía contar
sus pulsaciones sin necesidad de apretarse las venas. Cada paso que
daba la alejaba más de las rejas, así como de la oscuridad del
túnel.
Tal
vez fuera mejor permanecer escondida en las cloacas. Si salía al
exterior corría el riesgo de ser descubierta. Aún estaba a tiempo
de retroceder, pero la simple idea de darse la vuelta y dejar su
espalda al descubierto la amedrentaba.
¿Qué
debía hacer?
La
joven decidió seguir avanzando. Quería escrutar el lindero del
bosque desde una distancia prudencial, por lo que se mantuvo
escondida entre las sombras protectoras del túnel sin llegar a salir
a la claridad que ofrecía la muralla.
Observó
los árboles.
La
espesura del bosque y la oscuridad nocturna eran tales que no se
podía ver otra cosa más que la primera línea de ramas retorcidas,
hojas y troncos nudosos.
Nina
esperó. Esperó con la respiración contenida. Esperó minutos hasta
que perdió la noción del tiempo.
Esperó
a que algo ocurriera.
Meditó
mucho. Sabía que estar ahí escondida la ocultaba de posibles
peligros y, al estar cerca del bosque, tenía una oportunidad de
salir corriendo de las cloacas pegada a la muralla.
Pero
eso no hacía otra cosa que aumentar la tensión que sufría. Sus
pantorrillas empezaban a dolerle.
Aguardaba.
Su
imaginación se había descontrolado, por lo que únicamente esperaba
algún tipo de ataque. Tal vez un ladrón. Puede que un asesino.
Escuchó
algo. Dirigió su mirada hacia unos arbustos a punto de vomitar su
propio corazón. Temblaba.
¿Qué
había sido eso?
Los
árboles expulsaron una bandada de pájaros que echaron a volar
repentinamente hacia el cielo sin luna, perdiéndose entre las
estrellas en un mar de aleteos escandalosos.
Nina
experimentó algo parecido a un bombardeo en sus arterias.
La
sangre fluía descontrolada mientras su corazón intentaba recobrarse
del susto. Apoyó su hombro contra la pared de piedra, consciente de
que estaba a punto de caerse de bruces contra el suelo.
Malditos
pájaros.
Cuando
pensaba que el ruido inicial lo habían provocado ellos, escuchó un
segundo que la hizo mantenerse alerta de nuevo: una rama se había
roto.
Quiso
pensar que sería algún ave rezagada, pero su instinto le decía que
había algo ocultándose tras la vegetación.
Nina
se arremangó el camisón blanco por encima de las rodillas. Estaba
preparada para salir corriendo en cuanto divisara el peligro.
¿Lo
estaba?
Notó
la bilis trepando por su garganta. La situación la estaba superando.
Tal vez fuera una pesadilla. Tal vez fuera real y el ruido fuera un
producto de su imaginación.
Tal
vez estuviera apunto de morir.
–Púrpura
–la llamó vocalizando su nombre, evitando producir el sonido de
las sílabas.
La
necesitaba. Necesitaba su magia para tranquilizarse.
Hacía
mucho rato que se arrepentía de haberse colado por el hueco de la
chimenea, dejando a su hada encerrada en el dormitorio. Seguramente
el ser feérico estuviera a salvo.
¿Y
ella? No.
Algo
la observaba desde la espesura de los árboles. No podía verlo, pero
su instinto le indicaba que había dejado de estar sola. El terror
que sentía se intensificó. Había sido descubierta. Ya no estaba a
salvo.
Correr
siguiendo la muralla era la única opción de llegar hasta las
puertas principales. Pero eso suponía dar la espalda al peligro. No
sabía qué había ahí fuera, pero seguramente correría más que
ella. ¿Estaba dispuesta arriesgarse? ¿Estaba dispuesta a salir
corriendo y no ver qué le acechaba? Tal vez fuera mejor no verlo.
¿Era
mejor esperar escondida entre las sombras del túnel?
Tal
vez fuera un ciervo. Intentó convencerse a sí misma, pero sabía
que dichos animales eran pacíficos y no asustaban a los pájaros.
Lo
que la acechaba era un depredador.
Un
lobo. O una manada.
Nina
intentaba digerir sus propias conclusiones a punto de sufrir un
ataque de pánico. Necesitaba conservar la calma, pero, ¿cómo iba a
hacerlo en aquellas circunstancias?
La
joven soltó su camisón –que se deslizó dócil hasta sus
tobillos–, para ocultar su rostro entre unas manos temblorosas.
Estaba agotada. No pudo más y cayó de rodillas al suelo.
Lo
había hecho. Se había rendido.
La
espera era demasiado cruel e inhumana. Necesitaba algo. Una reacción.
Un aullido. Tal vez un mordisco que le hiciera ver que no estaba loca
y que todo aquello era real.
Las
ramas se zarandearon, produciendo el sonido que había escuchado
antes.
Nina
se aventuró a separar ligeramente los dedos que cubrían sus ojos.
Tenía miedo, pero una curiosidad ponzoñosa se apoderó de sus
arterias.
La
oscuridad nocturna le impedía ver con claridad. Sin embargo, sus
pupilas enfocaron una figura enorme saliendo de entre los árboles. A
pesar de su tamaño, la joven descubrió que se encorvaba hacia
delante.
¿Qué era aquello?
Nina
entreabrió los labios y el aliento huyó de su boca para convertirse
en vaho. No parecía humano. Retiró las manos de su rostro para
poder observarlo mejor cuando un escalofrío recorrió su espina
dorsal.
Tenía
cuernos. Su silueta en forma de espiral se vio recortada contra el
cielo estrellado.
Unos cuernos de
carnero. Puntiagudos.
La
muchacha no se pudo mover, más aquel extraño ser avanzó hacia ella
con pisadas fuertes. Nina desvió la mirada hacia el suelo, asustada.
Tenía que salir de ahí. Escapar. Pero no podía moverse. Estaba
completamente paralizada.
Escuchó
su respiración. Era grave y lenta. Expulsaba vaho por la
nariz. Nina se atrevió a elevar la mirada cuando sus ojos se toparon
con unas garras de uñas duras y afiladas.
¿Qué era aquello?
No
lograba catalogar a la criatura. Sus pies acababan en pezuñas y algo
parecido a un hocico ocupaba el lugar de la nariz mientras que un
espeso pelaje oscuro recubría todo su cuerpo.
La
joven buscó su mirada. Quería encontrar algún atisbo de humanidad
que le diera esperanzas para luchar por su vida.
Y
entonces lo escuchó. Escuchó unos golpes rítmicos, los mismos que
la habían atormentado en sus aposentos.
Su
corazón.
Nina
se vio reflejada en unos iris ambarinos donde la inteligencia parecía
estar atrapada en ellos. Estiró levemente los labios, todavía
arrodillada en el suelo. Su silueta era tan grande que abarcaba toda
su visión, impidiéndole contemplar el brillo de las estrellas.
El
miedo acabó desapareciendo y el tiempo pareció detenerse.
Nina
no regresó al castillo aquella noche. Ni las noches siguientes a
esa. El pueblo entero la buscó durante días, pero fue su hermano
quien –acompañado por Púrpura y por uno de los guardias–,
descubrió unas enormes pisadas al lado de las cloacas que conducían
hacia el interior del bosque y, junto a ellas, las de unos pies mucho
más pequeños y delicados.
Alan
comprendió que su hermana se había ido para siempre con una bestia
y, comprendió también, que lo había hecho de manera voluntaria.
Regla número uno:
nadie puede salir del castillo durante la noche.
Regla número dos: los
señores de alta alcurnia permanecerán encerrados en sus aposentos
desde el ocaso hasta el alba. Los únicos que merodearán por los
pasillos serán los guardias.
Regla número tres:
todas –absolutamente todas– las puertas estarán debidamente
cerradas con llave, atrancadas con algún mueble o ambas cosas, (así
como también las ventanas).
Regla número cuatro:
los espejos del castillo deberán ser cubiertos con telas o paños.
Las reglas anteriores
deberán cumplirse sin excepciones.
Acabo de leerme las dos partes del relato y he quedado fascinada. Me has mantenido intrigada todo el relato, si bien esperaba un final sangriento, cubierto de vísceras y tripas. Tanto la descripción de los personajes (ella, dulce, frágil, hermosa y él, una bestia) como la ambientación (un castillo digamos "encantado") me han recodado a "La bella y la bestia", sobre todo en el hecho de que al final ella ya no le tenía miedo a la bestia y se ha ido con él voluntariamente. En resumen: una obra maestra!
ResponderEliminar¡Hola, Athenea!
ResponderEliminarMe alegra verte de nuevo por mi blog, pero sobre todo me alegra que te haya gustado tanto esta pequeña historia.
Este era el relato que iba a presentar al concurso literario a principios de verano, pero al final no me animé. Me eché atrás porque a mis padres no les hizo mucha gracia, no les convenció el final y acabé pensando que no merecía la pena enviarlo al concurso.
Me alegra que a ti te haya gustado tanto, la verdad. Siempre valoro mucho tus críticas.