Tenía las manos apoyadas en el escritorio, inclinándose
hacia ella igual que un depredador. Permanecía tenso y aun así, sonreía. Estaba
ensalzando sus buenas notas, pues había conseguido las mejores calificaciones
de todo el centro. Según le contaba el director, pronto le darían el premio a
la mejor alumna.
Se removió en la silla, sin apartar la mirada de sus
manos nudosas. Tenía las uñas impolutas, muy bien recortadas y unos dedos
largos y elegantes. Inspiró hondo, consciente del ritmo veloz de sus
pulsaciones. Pudo observar sus antebrazos y el vello rubio que los poblaba
porque se había arremangado la camisa. Que no funcionase el aire acondicionado
sólo empeoraba las cosas.
Volvió a removerse en el asiento cuando le imaginó
jugueteando con un mechón de su melena oscura, sin borrar la sonrisa torcida de
sus labios. Intentó reprimir sus anhelos, concentrarse en su voz, no obstante,
acabó perdiéndose en su propio mundo.
Se imaginó desnuda frente a él, sentada en su
escritorio, atada de pies y manos. Se imaginó el atento escrutinio y las
caricias sutiles mientras examinaba cada uno de sus secretos. No pudo evitar
fantasear con sus labios rozándole la oreja, susurrándole que pronto le daría
el premio a la mejor alumna.
—Emmeline, ¿me estás escuchando?
El corazón se le atragantó y sus mejillas se
encendieron al volver a la realidad y encontrarse con sus ojos grises. Había
dejado de sonreír. Tragó saliva, avergonzada de la humedad de su sexo.
—Sí, señor director.
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