Regla número uno:
nadie puede salir del castillo durante la noche.
Regla número dos: los
señores de alta alcurnia permanecerán encerrados en sus aposentos
desde el ocaso hasta el alba. Los únicos que merodearán por los
pasillos serán los guardias.
Regla número tres:
todas –absolutamente todas– las puertas estarán debidamente
cerradas con llave, atrancadas con algún mueble o ambas cosas, (así
como también las ventanas).
Regla número cuatro:
los espejos del castillo deberán ser cubiertos con telas o paños.
Las reglas anteriores
deberán cumplirse sin excepciones.
Diversos cirios
iluminaban la alcoba principal de manera uniforme, repartiendo la
escasa luz por los rincones más oscuros. El fuego de la chimenea
caldeaba la estancia, haciéndola más acogedora.
–Repítelo otra vez.
Nina miraba a su hermano
mayor con expresión somnolienta mientras Púrpura descansaba sentada
sobre su hombro. Aquella pequeña hada estaba tan agotada como ella.
–Estoy harta de repetir
todas las noches el mismo discurso, Alan –refunfuñó, retirando
las sábanas para poder tumbarse en la mullida cama.
–Hazlo –su gesto
serio no daba opción a más réplicas.
Púrpura revoloteó
alrededor de la joven, que se dejó caer sobre el colchón como un
peso muerto. No obstante, Nina acabó recitando las cuatro reglas de
memoria con la mirada fija la tela azulada del dosel.
–¿Contento? –preguntó,
con cierto deje burlón.
Alan soltó un bufido,
visiblemente molesto. Púrpura aleteó hasta aterrizar en la almohada
con una elegancia sobrenatural.
–De nada sirve que te
sepas las normas si luego no eres capaz de cumplirlas –gruñó,
señalando el espejo del tocador con un dedo acusador–. Te lo has
dejado destapado.
Nina puso los ojos en
blanco. Detestaba aquellas estúpidas normas que no comprendía. Toda
su vida había girado en torno a ellas; a repetirlas como un vulgar
pajarraco sin saber por qué tenía que acatarlas. Nadie le había
explicado nada. Su hermano esquivaba sus preguntas y Nina pronto optó
por buscar las respuestas por su cuenta. Sin embargo, poco podía
hacer para evitar a los guardas que vigilaban la puerta de su
dormitorio cada noche.
–No creo que sea para
tanto –cruzó los brazos sobre su pecho, disgustada.
Alan arropó a su
hermana, cubriéndole la fina tela del camisón con las sábanas
gruesas que utilizaban con la llegada del otoño.
–Tienes que tomártelo
muy en serio –su hermano se incorporó y caminó hacia el espejo
del tocador–. ¿Cuántas veces te lo he dicho?
Se detuvo frente a su
reflejo, que ondeaba debido a la tenue llama de un cirio. Observó
las diversas tonalidades anaranjadas que recubrían su piel,
mezclándose con la zona ensombrecida donde la luz no llegaba a hacer
acto de presencia.
Algo se movió al otro
lado.
Alan parpadeó varias
veces, dubitativo. Tal vez hubieran sido imaginaciones suyas. La
obsesión que tenía por inculcar y cumplir las reglas familiares
estaba haciendo mella en él. Eso era todo.
–¿Estás bien?
Nina le observaba
acurrucada en la cama, con el pelo trigueño desparramado sobre la
almohada formando un mar de caracoles descontrolados. Púrpura se
elevó unos centímetros agitando las alas translúcidas.
El joven asintió
haciendo un gesto con la cabeza, dio media vuelta y cubrió el espejo
con una tela vieja que descansaba sobre un sillón tapizado. Caminó
hacia su hermana y se sentó junto a ella en el borde de la cama.
–Ten cuidado –susurró,
con una sonrisa burlona dibujada en el rostro–. Descansa.
Nina recibió un beso
húmedo sobre la frente antes de que su hermano se alzara y caminase
hacia la puerta del dormitorio.
–Cerraré con llave por
fuera –informó él–. Ya sabes que...
–... que tengo una
copia en la caja de música –Nina terminó la frase por él,
echándole un vistazo rápido a la cajita de madera que descansaba
sobre el tocador–. No te preocupes. Dormiré bien.
Alan abandonó la
habitación en silencio, dejando a su hermana en compañía de la
delicada hada que velaba por ella.
Nina escuchó la llave
girando dentro de la cerradura. Llevaba toda su vida escuchando ese
sonido y sin embargo todavía no se había acostumbrado a él. Estar
encerrada en su alcoba durante toda la noche le había llegado a
producir verdaderos ataques de ansiedad, por lo que desde pequeña se
le había asignado un ser mágico para protegerla.
Púrpura la cuidaba. No
era más grande que una mano, pero su energía era suficiente para
renovar la de Nina y tranquilizarla cuando era necesario. La joven
giró sobre el colchón para poder admirar la belleza de aquella
criatura de ojos negros y pelo amoratado. El hada se acurrucó en la
almohada, junto a su rostro. Púrpura nunca hablaba –o al menos no
el lenguaje humano–, pero Nina podía entenderse con ella
fácilmente.
–¿Sabes qué? –la
muchacha sonrió con cierta tristeza mal disimulada. El ser feérico
ladeó la cabeza, expectante–. Estoy cansada de tantas imposiciones
y normas.
Las llamas de los cirios
centellearon con cierta virulencia. Nina se incorporó sobresaltada y
el hada echó a volar hacia la ventana. Algo había captado su
atención fuera del castillo.
La joven se levantó de
la cama y caminó descalza hasta alcanzar a Púrpura. El frío del
suelo trepó por sus pantorrillas hasta alcanzar la cima de sus
caderas y enredarse en su espina dorsal. El crepitar de las llamas en
la chimenea la reconfortó cuando miró a través del cristal.
La noche cerrada ofrecía
un cielo poblado de estrellas, pero sin la presencia de la luna. Su
mirada descendió hasta las casas de los aldeanos que permanecían
dentro de los límites de la muralla. Todo parecía tranquilo, sin
movimiento. No se veían ventanas iluminadas, solo oscuridad en
caminos y calles.
Más allá de la gran
muralla, un tupido bosque se expandía por el horizonte. Nina enredó
sus dedos en el camisón, apretándolo con fuerza. Nunca había
podido explorarlo –ni siquiera en compañía de los guardias– y,
sin embargo, sentía curiosidad y rechazo por partes iguales.
No eran pocas las
historias y leyendas relacionadas con ese bosque, no obstante, su
hermano se empeñaba en hacerle creer que formaban parte de las
habladurías del pueblo. Nina acarició el alféizar de piedra con
las yemas de los dedos mientras observaba atentamente como las copas
grisáceas de los árboles se perdían en el horizonte. Púrpura
descendió hasta colocarse a la altura de su mano para seguir
escrutando algo que la joven no alcanzaba a ver.
Todo estaba tranquilo.
La calma reinaba como
soberana, más Nina no podía evitar sentir cierta desazón. Algo en
su interior se agitaba nervioso, pero la muchacha no llegó a
descifrar su procedencia. Tal vez fuera el cansancio acumulado.
Además, era demasiado tarde para estar mirando a través de la
ventana.
No había nada afuera.
Nina dio media vuelta
decidida a meterse de nuevo en la cama, arrastrando los pies de
manera automática por el suelo empedrado. Sin embargo, antes de que
se dejase caer sobre el colchón logró escuchar algo.
Un golpe seco, apenas
perceptible.
–¿Qué ha sido eso?
El hada se retiró del
alféizar y se deslizó por el aire hasta posarse sobre el tocador de
madera, mirando fijamente la tela que cubría el espejo.
El ruido se repitió un
poco más fuerte.
Nina dejó escapar el
aliento a través de unos labios entreabiertos. Había sido real. El
vello de su cuerpo se erizó como consecuencia del miedo y el calor
que desprendía la chimenea le parecía ahora insignificante.
La joven escuchaba
atentamente desde su cama un golpe burdo tras otro. Una secuencia
rítmica proveniente del espejo.
Nina se acercó
lentamente hasta el tocador, impulsada por una curiosidad enfermiza.
No comprendía como un mero cristal podía emitir sonido alguno, pero
lo hacía.
Y era real.
Tragó saliva mientras
procuraba controlar sus pulsaciones desbocadas. Nunca había vivido
nada semejante; de hecho, hubiera pensado que estaba sufriendo algún
tipo de pesadilla de no ser por la presencia tangible de su hada, que
mostraba el mismo temor que ella hacia lo desconocido.
–¿Qué es eso? –sus
palabras brotaron repetitivas en un susurro, en busca de una
respuesta coherente para aquel extraño sonido.
Nina alargó la mano para
retirar la tela y mirar al otro lado, pero Púrpura se alzó
rápidamente para detenerla. El ser feérico negó con la cabeza y la
muchacha meditó durante unos segundos.
Regla número cuatro:
los espejos del castillo deberán ser cubiertos con telas o paños.
¿Por
qué? ¿Por qué esa norma? ¿Qué demonios era ese ruido?
Movida
por un impulso irracional, la joven alargó la mano hasta aplastar la
tela sobre la superficie reflectante.
Y
entonces lo notó.
Vibraba.
Aquél
extraño sonido atrapado en el interior del cristal producía
espasmos sobre la palma de su mano. Nina observó a su hada con la
mirada descompuesta, sacando sus propias conclusiones.
Era
un corazón.
Lo
que se escuchaba dentro de la habitación era un corazón latiendo al
otro lado del espejo.
Un
escalofrío torturó sus vértebras. Estaba convencida de que si
retiraba la tela descubriría algo observándola desde la otra
parte.
Nina
retrocedió inmediatamente, aterrorizada y corrió hacia la puerta
seguida de Púrpura. Aferró el pomo y tiró hacia ella con fuerza,
pero estaba encerrada.
Su
hermano había cerrado con llave.
Tenía
una copia guardada en la caja de música del tocador, pero su
ansiedad le impedía acercarse. Presa del pánico, apoyó la espalda
contra la pared y ocultó su rostro tras unas manos temblorosas
mientras las palpitaciones del espejo seguían taladrándole los
tímpanos.
El
hada le acarició el hombro mientras comenzaba a transmitirle su
propia energía feérica. Nina pronto notó los efectos sanatorios
navegando por sus arterias, pero sabía que no iban a ser
suficientes.
No
esta vez.
La
muchacha estaba hecha un amasijo de nervios y aquel ruido rítmico
sobrenatural solo empeoraba las cosas. Por descontado, la habitación
había adquirido una atmósfera diferente: a pesar de que sus
aposentos estaban repletos de cirios, la luz que desprendían era
escasa y con poca intensidad. Además, de lo que antes había sido un
fuego acogedor encarcelado en la chimenea apenas quedaban unas brasas
incandescentes.
Púrpura
se alejó de ella; algo había llamado su atención. Voló hacia los
rescoldos de las llamas y se asomó por el hueco de piedra. Nina
observó como su hada se giraba hacia ella, haciéndole un gesto con
la mano para que se acercase mientras los golpes seguían resonando
en su dormitorio.
La
muchacha se inclinó hacia delante flexionando sus rodillas hasta que
su vista quedó situada a la altura de las ascuas.
Entonces
lo descubrió.
La
pared que cerraba el fondo de la chimenea había desaparecido. En su
lugar, había un profundo vacío colapsado por la oscuridad.
Nina
temblaba. Toda ella. Sin remedio.
Estaba
claro que aquello no era normal. ¿Acaso ese hueco era una salida?
¿Adónde llevaba? ¿Era un pasadizo secreto que no había
descubierto?
El
hada revoloteaba inquieta. Los latidos proseguían la taquicardia que
ofrecía una banda sonora aterradora.
Lo
mejor era salir de ahí. Como fuera.
Pero
la joven no se atrevía a acercarse al espejo a recoger la llave.
Temía que algo atravesase el cristal y se la tragase.
Se
abrazó la cintura mientras imaginaba que algo la absorbía de
pronto, llevándosela consigo a algún lugar inhóspito y yermo.
No.
Recoger la llave no era una opción. Pero tampoco iba a pasar la
noche en sus aposentos y aventurarse por el hueco de la chimenea le
ponía el vello de punta.
Tal
vez saltar por la ventana fuera la mejor opción.
Antes
siquiera de que intentase avanzar hacia el alféizar, Púrpura se
interpuso en su camino dedicándole una mirada reprobatoria. Estaba
claro que la distancia entre su alcoba y el suelo del exterior era
demasiado amplia. Probablemente moriría debido a la colisión.
–Tengo
que salir de aquí –informó.
Purpura
aferró con fuerza su camisón, impidiéndole avanzar hacia la
chimenea. Sin embargo, la diminuta hada poco pudo hacer para
detenerla.
Nina
se arrodilló en el suelo para escrutar mejor ese agujero sin fondo
que había frente a ella. ¿Era seguro? Se mordisqueó el labio
inferior delatando unos nervios descontrolados. Inspiró hondo varias
veces antes de armarse de valor y estirar la mano hacia la oscuridad
de la chimenea.
Sus
dedos cruzaron al otro lado, perdiéndolos de vista.
Sus
yemas captaron humedad, y también frío.
Púrpura
observaba la escena descompuesta. Se preocupaba por ella y
consideraba que cruzar al otro lado no era una buena idea. Su
instinto se lo decía, pero su magia no era suficiente para
inmovilizarla hasta el siguiente alba.
Tal
vez Nina entrara en razón.
Los
golpes que se escuchaban provenían del otro lado del espejo y éste
permanecía cubierto. El hada sabía que mientras la tela ocultase la
superficie reflectante, la joven estaría a salvo en su dormitorio.
Pero
aquellos ruidos ensordecedores eran demasiado para ella y, cuando el
hada se quiso dar cuenta, Nina había deslizado medio cuerpo al otro
lado de la chimenea.
Púrpura
se apresuró a sujetarla por el tobillo, pero Nina zarandeó el pie y
el ser feérico acabó rebotando contra la cama.
No te planteas mandarlo a una editorial?¿? Yo leo algunas novelas por internet y esta tiene un nivel para poder ser publicada y no quedarse solo en un blog. Pero como te dije hace poco, sea como sea, nunca dejes de escribir ^^un besito!
ResponderEliminarAy, qué ilusión me hace que me digáis estas cosas. Esto es únicamente un relato que consta de dos partes, por lo que no es una historia larga que pueda desarrollar y enviar a las editoriales. En cualquier caso, me alegra muchísimo que contemples esa posibilidad y decirte que sí que tengo una novela entre manos que espero poder publicar algún día (con mucha suerte).
EliminarMuchas gracias por los ánimos.
Un beso. :3
Echaba de menos deleitarme con uno de tus escritos, de verdad. Siempre viene bien recordar tu perfecto dominio de la lírica, y aunque no te lo creas noto una gran mejoría (más si cabe) en tu manera de escribir. Que no te quepa duda de las ganas tan frenéticas que tengo de leer la segunda parte.
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