Los hombres le gustaban
así, con carácter. Tenían que tenerlo fuerte para cortar de raíz
sus momentos de histeria, pero sin rozar la agresividad. La
inteligencia debía de ser una de sus cualidades puesto que a mayor
cultura, menor era el nivel de borreguismo. Y ella no quería eso.
Le gustaba que fueran
lectores, que cultivasen su mente y tuvieran interés por esos
pequeños mundos llamados libros. Observar a un hombre en su lectura
era un acontecimiento que se le antojaba terriblemente morboso y
siempre acaba interrumpiéndolos para que centrasen su atención
únicamente en ella.
Tenían que saber hacerla
reír –el humor era fundamental–, sin embargo no debían pasarse
de graciosos. Eso de “lo poco gusta y lo mucho cansa” se aplicaba
en ese caso.
Los hombres le gustaban
adultos, varios años (muchos) mayores que ella. La madurez y la
experiencia de un hombre curtido no podían proporcionársela los
chicos de su edad. De hecho, no se sentía completa si no tenían
dicha característica. No sabía exactamente por qué, pero así era.
Llegó a pensar que tal vez el complejo de Edipo estuviera llamando a
su puerta, no obstante era algo que no le quitaba el sueño. Le
abriría la puerta y le dejaría entrar con una pequeña sonrisa.
Sensatos. Realistas.
Debían de serlo para bajarla de las nubes, tirarle de los pies y
devolverla a la Tierra. Tenían te tener la cordura que le faltaba a
ella, equilibrar la balanza.
Imperfectos. De carne y
hueso.
Saber quererla era
fundamental y, sobre todo, saber transmitírselo para que fuera
consciente de ello. Repetírselo y demostrárselo día y noche hasta
que fuera capaz de asumirlo, hasta que se lo creyera.
Los hombres le gustaban
así, muy hombres y poco niños.
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