Partió a altas horas de la
noche, cuando la oscuridad lo cubría todo bajo un manto de nubes. Beth recogió
sus escasas pertenencias y las guardó en su mochila antes de salir del refugio.
Si había una posibilidad de sobrevivir lejos del alcance de las explosiones,
estaba dispuesta a intentarlo.
Anduvo por la ciudad con
el corazón en un puño, pegada a las fachadas de los edificios que todavía
permanecían en pie. Apenas lograba orientarse entre tanta penumbra, pero tenía
miedo de encender el mechero y que aquello desvelase su posición. Entornó los
ojos, tratando de ver el mapa en la oscuridad mientras seguía el camino que
creía correcto.
Estaba prácticamente
segura de que la Zona Siete existía. Eran muchos quienes lo comentaban. Al
principio no eran más que meras habladurías, pero los escasos refugiados que
mantenían contacto con el exterior plantaron la simiente, que creció tan alto
como una planta enredadera.
Se detuvo en seco cuando
escuchó el ruido de un helicóptero. Contuvo la respiración y se pegó a la pared
todo lo que pudo, intentando mimetizarse con las sombras. Notó las pertenencias
clavándose en su espalda a través de la mochila. Si la descubrían… El corazón
se le aceleró. La luz del foco pasó deslizándose por el asfalto, haciendo la
habitual ruta de vigilancia. Tenía que llegar a las afueras de la ciudad cuanto
antes.
Beth corrió calle abajo
cuando el ruido del helicóptero se fue perdiendo en la distancia. Sorteó los
vehículos abandonados e intentó no tropezarse con ningún obstáculo. Sin
embargo, algo se enredó en sus pies y la hizo trastabillar, cayendo de bruces
contra el hormigón. El mapa se le escurrió de las manos. Soltó un quejido entre
el estruendo que provocó en mitad de la noche, maldiciendo su mala suerte.
¿Cómo se le ocurría echar a correr sin tener buena visibilidad? Había sido
fruto de la desesperación, sin duda.
Se incorporó un poco y
descubrió unos cables enredados en torno a su tobillo. La herida de su
antebrazo se resintió, por lo que Beth apretó los dientes y comprobó el
vendaje. Todo estaba en su sitio, exceptuando una pequeña mancha oscura que
empezaba a empapar la tela. Soltó un bufido de frustración antes de comenzar a
desenredar el amasijo de cables. No obstante, su corazón se detuvo de golpe
cuando el sonido apareció otra vez. La joven permaneció inmóvil, sentada en el
suelo. El helicóptero había regresado. Sus dedos trabajaron más deprisa para
intentar liberar su tobillo, pero los nervios se habían apoderado de ella y la
tarea le estaba resultando imposible.
La luz del foco recorrió
la carretera de arriba abajo. La iban a descubrir. Tenía que salir de allí
cuanto antes. Después de varios intentos logró deshacerse su atadura, pero ya
era demasiado tarde: la luz amarillenta la había localizado en mitad de la oscuridad.
Se puso en pie rápidamente, recuperó el mapa y echó a correr. Tenía que perderlos, lograr escabullirse y
esconderse en alguna parte. Sin embargo, el helicóptero la tenía bien
localizada.
Beth respiraba entre
jadeos. El peso de la mochila ralentizaba su huida, pero no estaba dispuesta a
rendirse. Dobló una esquina y llegó a la estación. El edificio tenía el mismo
aspecto que el resto de aquella ciudad fantasma. Además, el tren se encontraba
abandonado a mitad de camino de la parada.
La joven logró esconderse
tras unas rocas, al lado de un gran seto. El helicóptero pasó de largo. Contuvo
la respiración hasta que el sonido de las aspas se desvaneció. El corazón
seguía latiéndole a una velocidad peligrosa, mas la joven no se atrevió a salir
de su escondrijo hasta pasado un buen rato.
El cielo comenzaba a
clarear por el horizonte, tiñéndolo de las tonalidades anaranjadas previas al
amanecer. Beth miró a su alrededor y se puso en pie cuando comprobó que no
había nadie cerca. Tenía la venda empapada. La quemadura se le debía de haber
abierto en la caída, de ahí que hubiera comenzado a sangrar. Se percató de que
sus dedos estrangulaban el mapa, hecho un amasijo de pliegues y arrugas.
Todavía podía llegar a la Zona Siete.
Caminó por los alrededores
buscando un vehículo que tuviera las llaves puestas. La gente los había
abandonado y con suerte lograría encontrar uno con el depósito lleno. El
corazón le latía al ritmo de un tambor de guerra, haciendo resonar las
pulsaciones dentro de sus oídos. No obstante, estuvo a punto de vomitarlo
cuando unas voces le llegaron desde un lugar no muy lejos de allí.
Beth se volvió hacia todas
partes, intentando localizar un nuevo escondrijo. No hablaban su idioma, por lo
que no podía entender lo que decían. Aun así, la joven estaba segura de que la
estaban buscando.
Trató de ocultarse detrás
de un coche, pero pisó una rama seca y se partió por la mitad. Las voces se
callaron. Beth maldijo en silencio, acuclillándose para no ser descubierta. Los
hombres aparecieron al poco tiempo. Los vio a través de los cristales,
uniformados con los trajes protectores. Miraban hacia todas direcciones,
guiando sus linternas por el suelo. Aunque aún era muy pronto, todavía había la
suficiente oscuridad como para no ver perfectamente.
Beth cerró los ojos.
Hablaban en susurros. Estrujó el mapa contra su pecho, procurando que las
pertenencias de su mochila no se movieran y no hicieran ruido. Una de las luces
se deslizó por debajo del coche, llegando hasta uno de sus pies. Contuvo el
aliento. Los hombres hablaron más alto y fue consciente de que tenía que volver
a correr.
Salió del escondrijo y
huyó hacia el tren. La persiguieron. Lo supo por el ruido de las botas al
deslizarse sobre el terreno pedregoso. Beth logró alcanzar uno de los vagones,
con la respiración entrecortada. Cuando se volvió hacia sus perseguidores,
descubrió que uno de ellos portaba un cañón solar. Lo estaba cargando. Podía
ver la masa de energía en el fondo, aumentando de intensidad poco a poco.
Recordó los daños que causaba, las heridas, el olor a carne quemada.
Sus ojos se abrieron como
platos. Se deshizo de la mochila. Soltó el mapa. Se lanzó al suelo y se coló entre
el tren y las vías, intentando llegar al otro lado reptando como una lombriz.
Sintió la explosión
instantes después. Los vagones ardían sobre ella. Apenas podía respirar. Sin
querer rozó una rueda con el antebrazo, arrancándole un grito de dolor al notar
el calor que desprendía. Se obligó a llegar al otro extremo, entre toses y
jadeos.
Un descampado se extendía
frente a ella. Vislumbró unas motos de montaña abandonadas no muy lejos de
allí. Echó a correr. Sabía que los hombres no tardarían en rodear el tren para
capturarla. Examinó una Apollo Orion,
descubriendo las llaves puestas. Se montó. Las hizo girar. El motor rugió en
mitad del claro.
Sus labios se curvaron en
una media sonrisa, llena de alivio y júbilo. Aceleró, dejando atrás a los
hombres. A pesar de haber perdido el mapa, Beth estaba convencida de que
lograría llegar a la Zona Siete.
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