Antes que os pongáis con este relato, os recomiendo que releáis Sever & Synne, (primera parte) y también Sever & Synne, (segunda parte). No es indispensable hacerlo, pero sí que os serviría para recordar un poco a los personajes antes de pasar a la "continuación".
Por cierto, os avisto que este relato está un poco subido de tono.
Era bien entrada la noche
cuando lady Synne se atrevió a encender un cirio. Su habitación
permanecía en la más absoluta penumbra hasta que la diminuta llama
prendió la mecha y el resplandor amarillento centelleó a su
alrededor.
Estaba muy nerviosa. Su
corazón latía desbocado mientras un hormigueo placentero le
torturaba el estómago. Nunca antes había hecho algo así. Tenía
miedo. Sabía que habría guardias haciendo rondas por los pasillos
del castillo, pero tenía que arriesgarse. Quería hacerlo.
Inspiró profundamente
antes de verse reflejada en el inmenso espejo de cuerpo entero que
había situado al lado de la puerta. Su camisón color crema le caía
suelto por el cuerpo, ocultando las curvas de mujer que había
debajo. Se mordió el labio inferior, pensativa. Era hermosa. Y
frágil. Todo el mundo lo sabía. La adrenalina corrió por sus venas
al pensar en qué dirían todas esas personas si supieran sus
intenciones. Si los guardias la descubrieran y la llevasen ante el
rey.
Infló sus pulmones de
aire por enésima vez, intentando relajarse inútilmente.
Quería hacerlo, de
verdad.
Antes de que pudiera
arrepentirse comenzó a quitarse la poca ropa que llevaba con
rapidez.
* * *
Cuando salió de su
dormitorio una gruesa capa de piel de oso le cubría todo el cuerpo.
Había conseguido desvestirse completamente, pero pronto se
arrepintió. Si la descubrían los guardias desnuda bajo la capa ni
siquiera serían capaces de llevarla ante el rey, así que decidió
dejar a un lado la ropa interior y vestir únicamente el fino
camisón. Tampoco llevaba calzado. Sabía que sus zapatos harían
ruido por las losas de piedra que formaban el suelo, así que había
decidido dejarlos en su habitación.
Caminó por los pasillos
en silencio pegada a las paredes mientras las antorchas que pendían
de ellas le iluminaban el camino. De vez en cuando escuchaba las
voces lejanas de algunos guardias, o los ruidos de unos pasos lentos
que recorrían la zona asignada para aquella noche, pero en ningún
momento se topó con nadie.
Tuvo suerte. Y miedo.
En más de una ocasión
estuvo a punto de escupir el corazón y salir corriendo de vuelta a
su dormitorio, pero hizo acopio de valor y siguió adelante. Sabía
que en cuanto saliese de la zona de los aposentos reales la
vigilancia sería mucho menor.
Y así fue.
Descendió por las
escaleras que llevaban a las zonas inferiores, donde se alojaban los
caballeros nobles y los guardaespaldas de menor rango. Pronto el
único sonido que escuchó fue el eco de sus latidos. Llegó a
sentirse mareada en más de una ocasión, pensando que no debía
hacerlo, que era mejor regresar a la seguridad de su habitación y
dejar aquella aventura infantil para Noche.
Frunció el ceño.
Ni hablar. Ella también
podía ser impulsiva. Ella también tenía derecho a saltarse las
normas de vez en cuando.
Dobló una esquina y por
fin llegó a la zona donde descansaban los caballeros; varias puertas
de roble decoraban las paredes de un ancho y oscuro pasillo. Esa zona
estaba tan poco vigilada que ni siquiera se molestaban en poner
antorchas.
Tuvo que esperar unos
momentos a que sus ojos se aclimatasen a la oscuridad para poder ver
mejor cuál era la puerta indicada. Se mordisqueó el labio. En la
penumbra todas eran iguales. Oscuras. Sombrías.
Las pulsaciones se le
aceleraron.
No podía equivocarse. Si
llamaba a una puerta errónea acabaría teniendo problemas. Caminó
hasta el final del pasillo. Era una de esas. ¿La de la izquierda o
la de la derecha? No se acordaba. Se tomó unos minutos para
decidirse, pero el silencio era tan aplastante que acabó por llamar
a la de la izquierda. Contuvo la respiración, expectante. Nada
sucedió.
¿Se habría equivocado?
El pánico se apoderó de ella y dio media vuelta, dispuesta a salir
corriendo. Sin embargo, el ruido chirriante de unas bisagras la
detuvo en el último momento. Se giró para comprobar quién había
detrás de la puerta... y soltó un suspiro de alivio cuando le vio.
Sever frunció el ceño.
No podía verle bien la expresión, pero le conocía lo suficiente
como para saber que sus cejas se habían juntado en una sola. Desde
luego no esperaba encontrarla allí.
Synne corrió hacia él,
descalza, y se introdujo dentro de su alcoba con la gruesa capa
ondeando tras ella.
* * *
Cuando Sever cerró la
puerta y echó el cerrojo la habitación quedó completamente a
oscuras. Ninguno veía al otro. La joven dama ni siquiera tuvo tiempo
de pararse a contemplar el dormitorio, aunque supo que era demasiado
pequeño para un hombre de su tamaño.
–¿Qué hacéis aquí?
–su voz fue un susurro áspero y grave.
Lady Synne estiró la
mano siguiendo el ruido que había proyectado su voz. Quería
tocarle. Sus dedos alcanzaron la piel desnuda que recubría su
vientre. Se preguntó si estaría completamente desnudo y no pudo
evitar sonrojarse. Pronto lo descubriría.
–No deberíais haber
venido –le reprochó. Parecía enfadado–. Es peligroso. Os dije
que iría yo a veros.
Pero los dedos de ella ya
habían comenzado un recorrido ascendente muy sinuoso y pronto le
acariciaron el pecho, cubierto por una capa de vello oscuro y rizado.
Tuvo que estirar los brazos para llegar hasta sus clavículas. Era
tan alto que nunca conseguía llegar más allá. Sever siempre se
tenía que agachar para que ella pudiera rodearle el cuello.
–Nunca venís las veces
suficientes –su voz sonó cálida e inocente entre tanta penumbra–.
Os echo de menos las noches que duermo sola.
Y Sever se agachó.
Siempre era muy brusco, pero con ella hacía un esfuerzo por
controlarse. No quería romperla, pero aún así le acertó un
cabezazo. La joven soltó un quejido y se llevó las manos a la
frente. Él gruñó, maldiciendo su propia impaciencia. Tanteó el
terreo con las manos y alcanzó las muñecas de ella. Tiró con
suavidad para alejarlas de su rostro antes de caer de nuevo sobre
Synne con más cuidado. Volvió a fallar, pero esta vez sus labios
duros alcanzaron la nariz respingona de ella. La joven sintió las
enormes manos de él apresándole el rostro con cierto cuidado,
cálidas. Pronto notó más besos allí donde le había dado el
golpe, la barba hirsuta le hacía cosquillas sobre la fina piel.
Sonrió. Le rodeó el
cuello y se dejó hacer mientras Sever la apretaba contra él en un
abrazo un tanto asfixiante. Si hubiera habido algún candelabro
encendido, el rubor de sus mejillas hubiera sido más que evidente.
El delicado camisón que vestía no era lo suficientemente grueso
para repeler las formas del cuerpo de su guardaespaldas, por lo que
Synne no tardó en adivinar que estaba desnudo y predispuesto. De
hecho, a juzgar por lo que notaba a través de la tela parecía
llevar así desde que la había visto entrar por la puerta.
–¿De qué os reís?
–gruñó. Sus dedos desataron el lazo de la capa que le cubría los
hombros y ésta cayó al suelo–. ¿Os hace gracia verme así?
Sever siempre había
pensado que la joven dama se acabaría cansando de él. No llegaba a
comprender que prefiriera pasar las noches con alguien de su calaña
antes que con el apuesto y galante Lucan. La idea le atormentaba más
veces de las que hubiera confesado, pero siempre que le preguntaba a
Synne ella fruncía el ceño y le daba uno de sus delicados besos.
–No me estoy burlando,
Sever –dijo con suavidad.
Y era cierto, pero las
inseguridades de él siempre le hacían dudar. Atrapó sus labios con
impaciencia y enterró una de sus enormes manos en el cabello
ondulado de ella.
Olía tan bien...
A veces se sentía
abrumado. Se torturaba continuamente pensando que una criatura tan
frágil e inocente no podía corresponderle. No estaba bien. Acabaría
rompiéndola. El día menos pensado la rompería, estaba seguro. O
tal vez lo hubiera hecho ya.
Y entonces, cuando lo
pensaba detenidamente, un pánico horrible se apoderaba de él.
Synne no era suya. Synne
estaba prometida con otro y él no era más que su aperitivo. Quiso
gritar, lleno de ira y rabia. La había mancillado. La había
deshonrado tantas veces que había perdido la cuenta. Pero era lo que
quería; quedar más alto que todos esos nobles señores que le
miraban por encima del hombro y le hacían sentir como escoria.
«Que le den a su
prometido. Que le den al rey. Y a la reina. Que le den a su hermana y
que le den al consejero real. A Lucan y a toda la corte junta.>>
Al principio, antes de
conocerse, antes de que lady Synne comenzase a hablar con él, soñaba
con el día en que pudiera pillarla desprevenida. Soñaba con el día
en que no hubiera más guardias cerca y pudiera someterla a su
voluntad utilizando la fuerza bruta. A los pocos segundos se
arrepentía y transcurrido un tiempo volvía a querer mancillarla.
Pero llegó el día en que la joven decidió quedarse a solas con él
para hablar un rato y Sever no tuvo valor para hacerlo. ¿Cómo iba a
dañar a alguien tan indefenso y vulnerable? La mera idea le hacía
enfermar.
«Que les den. Que
les den a todos menos a ella».
Por eso no comprendió
los días siguientes. No comprendió que quisiera pasar tiempo con él
a solas, cuando la mayoría de gente prefería evitar su presencia.
No comprendió que mostrase interés por él, por su vida, que
quisiera escuchar historias de aventuras. No comprendió que
rechazase repetidamente al apuesto Lucan. No comprendió ese primer
beso, ni los muchos que llegaron después.
–Sever...
Y el hombre volvió a la
realidad. Tuvo miedo. Creía que iba a rechazarle –a pesar de que
nunca antes lo había hecho–, sin embargo pronto entendió que a
Synne le costaba respirar. Sin darse cuenta la había sumido en un
abrazo demasiado apretado. Había enterrado el rostro sobre su cuello
y allí había permanecido durante demasiado tiempo, respirando el
dulce aroma que desprendía su piel.
Aflojó la presión que
ejercía sobre ella rápidamente, alejándose un poco para que
pudiera recuperarse.
–¿Estáis bien? –la
voz calmada de la joven mostraba preocupación–. ¿Queréis que me
marche?
Sever volvió a atraerla
hacia sí, esta vez con más cuidado.
–No –dijo
entredientes. Volvió a besarla–. No.
Se sintió mejor cuando
comprobó que respondía a sus caricias y pronto decidió que llevaba
vestida demasiado tiempo. Una mano viril ascendió por el muslo
prieto de la joven, retirando tras de sí los bajos del camisón.
Sever se detuvo unos segundos. Frunció el ceño. ¿Y la ropa
interior? Mejor, más rápido. Así no tendría que entretenerse
desatando lazos.
Escuchó la suave risa de
la joven sobre sus labios y sintió que se derretía. Le sacó
rápidamente el camisón por la cabeza y la alzó en brazos sin que
ella se lo esperase. Le daba tanto pánico conducirla hasta el
camastro andando por si se golpeaba con algún mueble que prefería
llevarla en volandas. De todas formas, era tan ligera que no le
importaba cargar con ella.
Sever sorteó una silla y
un armario de madera antes de llegar hasta el colchón en apenas un
par de zancadas. Su alcoba era tan reducida y tenía tan pocas
comodidades que le daba vergüenza que Synne durmiera allí.
–Debería de haber ido
yo a veros –repitió cuando la depositó sobre el camastro.
El colchón era tan
pequeño y estrecho que la joven apenas cabía cuan larga era, por lo
que a Sever, –que era mucho más grande– se le salían los pies y
parte de las piernas por uno de los extremos. Además era incómodo.
Estaba hecho de paja y picaba. Sabía que si la joven permanecía
mucho tiempo debajo de él acabaría con la piel enrojecida.
Pero Synne no se quejó.
Quería estar con él y un colchón mugriento no era importante en
aquellos momentos. La joven volvió a sonreír cuando Sever se tumbó
sobre ella, dejando caer el peso de su cuerpo sobre los antebrazos
para no aplastarla. Le besó con cuidado los labios y lo atrajo hacia
sí mientras separaba delicadamente los muslos.
–Sever... –Synne le
susurró algo al oído.
Al principio el hombre
pensó que había escuchado mal, pero su desconcierto aumentó cuando
la joven dama se lo repitió con voz dulce. Hubo un momento de
silencio, donde el tiempo pareció detenerse y Sever no supo cómo
reaccionar. No dijo nada. No sabía si reír o dejar escapar una
lágrima. Todo parecía tan improbable... A veces creía que el
inocente era él, pero luego la escuchaba reír debajo de su cuerpo y
se le pasaba.
Synne le acogió en su
interior con suavidad, notándose la respiración más entrecortada a
medida que Sever incrementaba el ritmo de las embestidas. Intentaba
controlarse. No quería hacer ruido y apretaba los dientes para
evitar que la voz saliese de su garganta. Pero se le escapó un
gemido.
Sever le tapó la boca de
inmediato, sin cesar en su cometido. Le dejó la nariz al descubierto
para que pudiera respirar regularmente, pero aprisionó sus labios
con fuerza.
–Sin ruidos –murmuró.
Si hubiese habido luz, Synne le hubiera visto esbozar una sonrisa
torcida.
No podía dejar que su
joven dama gritase. Ni siguiera le permitía que lo hiciera con
suavidad. Era demasiado arriesgado. Nadie debía descubrirlos. Aún
así, Sever no dejaría que nadie irrumpiese en su alcoba para
pedirle explicaciones. El cerrojo estaba echado y guardaba su espada
bajo el camastro, así que siempre podía utilizarla en el caso de
ser descubiertos.
Y, aunque le hubiera
gustado oírla gritar, Sever se excitaba mucho más cuando una de sus
poderosas manos la amordazaba. Le producía un inmenso placer ver –o
intuir– como Synne intentaba dominarse a sí misma para no dejarse
ir, como se resistía y se ponía rígida bajo su cuerpo mientras le
clavaba las uñas o le estiraba del pelo hasta que el momento cumbre
la alcanzaba a ella y después a él.
Synne quedó lánguida
tras tanta tensión. Sabía que si intentaba ponerse de pie caería
de bruces contra el suelo.
Transcurrieron unos
instantes en silencio hasta que Sever le pasó uno de sus fuertes
brazos entre el colchón y su delicada espalda, para después girar
con cuidado sobre sí mismo y depositar a la joven sobre él. No iba
a permitir que despertase al día siguiente con la fina piel
enrojecida por culpa del maldito colchón.
Synne se acomodó en su
pecho descansando la cabeza al lado de la suya, sobre la almohada.
–Todavía estáis
dentro de mí.
Sever deslizó una de sus
manos por la curvatura de su espalda hasta llegar a la unión de sus
cuerpos, pensando que tal vez la joven no quisiera un contacto tan
íntimo en aquel momento. Sin embargo, Synne lo detuvo con delicadeza
antes de que pudiera abandonarla y dejó que le rodeara el diminuto
cuerpo de manera protectora.
La joven dama volvió a
besarle mientras reía en un susurro.
–Os quiero justo ahí.
Y Sever sintió que su
cuerpo reaccionaba de nuevo.
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