El señor Butcher llegó a casa a la hora de comer,
apestando a sudor agrio y tierra. Se encontró a su esposa en la cocina,
preparando uno de sus guisos. Removía el contenido de la olla con una cuchara
mientras tarareaba una alegre canción, sin reparar en él.
La observó en silencio desde el vano de la puerta,
estaba preciosa: llevaba el pelo recogido en infinidad de rulos azules, a juego
con su bata. Se percató, además, de que se acababa de poner una máscara de piel
estirada sobre su propio rostro, amoldándola a sus facciones irregulares.
Cuando se giró hacia él, sus ojos índigos brillaron
en los agujeros de la segunda piel, tan hermosos como dos pedacitos de cielo.
—Hola, amor. —Dejó la cuchara sobre la olla y se
aproximó para besarle. El señor Butcher acarició los suaves labios de la
máscara con la lengua para después abrazar a su mujer por la espalda, apoyando
la barbilla sobre su hombro—. ¿Tienes hambre? La comida ya casi está.
Asintió en silencio y miró el contenido de la olla:
los trozos de carne se adivinaban entre el espeso caldo carmesí.
—He dejado a la cerdita detrás, en la despensa
—explicó—. Tendremos carne para varias semanas.
No muy lejos de allí, el cuerpo de una joven colgaba
bocabajo de un gancho del techo.
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