Aún era pronto para que mi timidez me permitiese
hacer amigos, al fin y al cabo, seguía siendo el primer trimestre. Lo único que
había hecho era intercambiar alguna que otra frase sin importancia con las
compañeras que se sentaban junto a mí, nada más.
Y él era
consciente de eso, ahora lo sé muy bien.
En esa clase nos repartió dos textos que aún guardo,
aunque no sabría decir si nos los hizo leer en voz alta o no. Fuera como fuese,
los leímos y realizamos individualmente en clase los ejercicios que propuso al
respecto. Cuando terminó de cronometrar el tiempo del que disponíamos, el señor
Lagarto decidió hacer una serie de preguntas relacionadas con los escritos y
las actividades. Eligió a un alumno de cada fila —o más bien permitió que un
estudiante de cada sección saliese voluntario— para que respondiera una cuestión
diferente cada vez.
Cuando vi ese método tan poco frecuente de
interactuar con los alumnos pronto temí lo peor. Las pulsaciones se me
aceleraron y deseé con todas mis fuerzas volverme invisible. Si nadie salía
voluntario, el señor Lagarto esperaba con una paciencia artificial unos
instantes para finalmente decidir quién debía responder a su pregunta.
Al llegar a mi fila todos permanecimos mudos.
Supongo que fue una casualidad que me sentase con mis compañeros más tímidos;
una casualidad muy poco grata. Supliqué interiormente que alguno dijera algo
mientras el silencio se extendía por la clase. No voy a mentir: mi nerviosismo
se debía principalmente a un pánico por hablar en público, por decir algo mal y
quedar en evidencia. Sin embargo, esos sentimientos negativos se vieron
potenciados por —además de mis inseguridades— un profundo respeto hacia el
señor Lagarto. Un respeto que había conseguido gracias a las sutiles
intimidaciones que nos mostraba durante dos horas a la semana. Lo que yo asocié
erróneamente a una grandiosidad idealizada no era más que una personalidad
narcisista.
Ni siquiera
fui capaz de inspirar hondo: estaba tan nerviosa que no me atrevía a levantar
la vista de los textos, mirando las líneas sin poder leer nada. ¿Mi corazón? Un
navío en mitad de una tempestad.
—¿Y bien?
Su voz atiplada rompió el silencio. No lo supe ver
entonces, pero supongo que debía de estar perdiendo la paciencia. Tuve la
horrible corazonada de que no dejaba de mirarme y mis miedos se hicieron
realidad cuando pronunció mi nombre.
Tragué saliva, en un vano intento por deshacer el
nudo que me asfixiaba. Me había expuesto a conciencia, aunque en esos instantes
no vi nada perjudicial en él.
Mis inseguridades me impidieron pensar una buena
respuesta, así que contesté sin estar segura de nada. No duré mucho hablando;
apenas pude verbalizar una frase. No fue una mala respuesta, pero tampoco fue
la mejor que podría haber dado y, pese a eso, me la dio por buena con una media
sonrisa aleteando en sus labios.
A una parte de mí le resultó extraño que alguien tan
perfeccionista hubiera validado algo que a todas luces podría haber sido mucho mejor.
Aun así, mi parte emocional lo achacó a un intento por mostrarse amable, por
animarme a participar, por hacerme ver que bajo esa fría rectitud se escondía alguien
benévolo.
No pude estar más ciega.
La ilustración me pertenece. NO la uses sin mi permiso. The illustration is mine. DON'T use it without muy permission. |
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