La luz
amarillenta del alba atravesaba los cortinajes con suavidad, inundando la
habitación con las tonalidades doradas propias de una reina.
Ellie
contuvo la respiración mientras vertía en la bañera otro cántaro de leche de
burra. Observó a su señora de soslayo: Aretha cerró los ojos cuando el chorro
se mezcló con el resto del contenido. La escuchó suspirar mientras inclinaba la
cabeza, apoyándola contra el borde de la bañera de oro.
—Enjabóname,
Ellie —murmuró la orden sin apenas despegar los labios.
La
aludida tardó unos instantes en reaccionar. Era la primera vez que tenía el
honor de prepararle el baño, tarea encomendada a sus sirvientas más fieles.
Tomó
una gran bocanada de aire, alcanzó la suave esponja del cuenco que había en el
suelo y la sumergió en la leche. Cuando absorbió todo el líquido que podía
albergar la alzó con cuidado para deslizarla suavemente por su hombro. Al
instante las gotas adornaron su piel de ébano con una tonalidad azulada. El
aire se escapó de sus pulmones en un suspiro muy leve. Se obligó a repetir la
tarea en el otro hombro mientras admiraba los rasgos suaves que conformaban el
rostro de Aretha.
—Si no
dejas de mirarme, te perderás el nacimiento del sol. —Su comentario seco la
pilló desprevenida, pero pronto la vio sonreír débilmente—. No te he traído
aquí para que te distraigas conmigo.
Aretha
abrió los ojos y la oscuridad propia de la noche se topó con los suyos, dejándola
sin aliento. Ellie esquivó su mirada rápidamente, centrándola en el paisaje que
se veía a través de las ventanas del dormitorio.
—Lo
siento, majestad —se disculpó.
Notaba
las mejillas ardiendo y maldijo la palidez traicionera de su piel, que pronto revelaría
su rubor.
—¿Te
gusta lo que ves? —preguntó con suavidad.
Ellie
no apartó la vista del paisaje; ya podía ver las dunas arenosas del desierto.
—Sí
—murmuró.
La
escuchó reír con dulzura y se sobresaltó cuando Aretha sujetó su barbilla
delicadamente y la obligó a mirarla. Sus ojos volvieron a encontrarse.
—¿Te
gusta lo que ves? —repitió, pícara.
Tragó
saliva, perdiéndose en la maraña oscura que formaban sus rizos, en la simetría
de su rostro, en los generosos montículos que creaban sus pechos al sobresalir
de la leche y en el contraste de su piel negra con la misma.
Asintió
débilmente, escuchando confundida los atronadores latidos de su corazón.
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